En "El país semanal" Almudena Grandes va publicar un article molt interessat..
Tardó
algún tiempo en comprender lo que estaba pasando.
El
encargado no le conocía de nada, pero una vieja amiga había conseguido
conmoverle con su caso, una historia vulgar, intercambiable por las de otros
miles de jóvenes de su edad, y que precisamente por eso le había afectado
tanto. Llevaba mucho tiempo dejándose abrumar por los titulares de los
periódicos como para no hacer nada. Se había indignado tantas veces que, cuando
se le presentó una posibilidad de actuar, no lo dudó. Así había recomendado a
aquel chico de 24 años que había dejado de estudiar antes de terminar la
Secundaria para trabajar en la construcción y ganar durante algún tiempo mucho
más dinero que su padre, luego sólo un poco más, después lo mismo, al final
nada. Yo lo conozco desde que era pequeño, le había contado su amiga, y es muy
bueno, serio, responsable, te lo digo de verdad, pero hace más de dos años que
no trabaja y está desesperado…
Le hizo
una entrevista y le gustó. A su jefa también le gustó, y decidió ponerle a
prueba en un antiguo almacén de mercería del centro de Madrid, el universo en
miniatura de cintas y botones, galones y cremalleras, hilos, y adornos, y
encajes, que presume con razón, desde hace un siglo, de tener una
representación significativa de todas las mercancías del ramo. Por esa razón,
al enseñarle el depósito, el encargado le advirtió que el trabajo en la
trastienda era exigente, complicado. Después le dio una bolsa con 20 gramos de
plumas, le pidió que preparara 20 bolsas de un gramo y esperó. Aunque el
aprendiz podía utilizar una balanza de precisión, él sabía que aquel encargo
era mucho más difícil de lo que parecía. La mayoría de los aspirantes que le
habían precedido habían logrado entregar 18, a veces 17, unos pocos 19 bolsas.
Pero él llenó 20, ni una más, ni una menos, y siguió trabajando con la misma
concienzuda disciplina, un afán de perfección que, después de las plumas,
resistió la prueba de las lentejuelas, tan livianas, y la clasificación por
tamaños o colores de toda clase de menudencias.
Entonces,
el encargado respiró, convencido de que su protegido había hecho ya lo más
difícil. Y el primer día que hizo falta una persona más en el mostrador fue a
buscarle, le dio una calculadora, una libreta, le explicó que tenía que apuntar
los precios en un papel, dárselo al cliente para que pagara en la caja, y se olvidó
de él. Cuando la cajera le llamó un momento, después de cerrar, no entendió por
qué no cuadraban los números. Ella tampoco acertaba a explicárselo. Los dos
sabían que el problema tenía que estar en aquel chico, porque los demás
empleados llevaban mucho tiempo trabajando sin contratiempos, pero ninguno de
los dos lo dijo en voz alta. Tampoco habrían podido imaginar su causa, la
confesión que el encargado le arrancó, con mucho esfuerzo, a un chico consumido
por la vergüenza.
–Pues
va a haber que echarle –sentenció la jefa.
–No,
por favor –insistió él–. Dele otra oportunidad.
–Lo que
le doy es una semana.
Porque
aquel chico honrado, concienzudo, trabajador, no sabía sumar ni multiplicar con
decimales. Eso, pensó el encargado, era el saldo de la bonanza económica
española, de los años de las vacas gordas, los pelotazos que habían arrancado a
tantos estudiantes de sus pupitres para ponerles entre las manos la manivela de
una hormigonera. A él siempre se le habían dado mal las matemáticas y había
dejado el instituto de mala manera, demasiado pronto, con demasiadas
asignaturas pendientes. A mano era incapaz de calcular el precio de los pedidos
y con la calculadora se ponía tan nervioso que se equivocaba la mitad de las
veces. Lo siento, dijo al final. No, no lo sientas. Lo que tienes que hacer no
es sentirlo, sino es ponerte a estudiar.
Tenía
una semana, y no le dejaron desperdiciarla. Sus padres, la madre de su amiga,
sus amigos, la cajera, el encargado, estuvieron siete días encima de él. No le
dejaron aprovechar el tiempo libre para comer, ni salir a su hora, ni ver a sus
amigos. Durante horas y horas, estuvo haciendo cuentas, resolviendo los
problemas de los que dependía el supremo problema de su futuro. Vamos a ver, 7
corchetes a 0,30 la unidad, 4 metros de cinta de organza a 0,48 el metro y 12
botones a 0,80…
Ahora,
cuando le ven despachar, acertar con las comas sin pararse a pensarlo, todos
piensan que ha merecido la pena. Él, además, maldice el día en el que se le
ocurrió dejar de estudiar.
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